“Cuando no se tiene el coraje de vivir como se piensa, se termina por pensar como se vive”.
Victoria Ocampo.
Es esa sensación de cansancio mezclada con suciedad, de transpiración y nicotina pegada en la camisa, de nochecita húmeda a las 7 de la tarde, en el microcentro. No hay día de la semana, sin que salga del edificio de la calle Piedras, salude al seguridad de la puerta y me diga a mi mismo, “ya mi viejo no me necesita en el trabajo!”, yo no sirvo para estar todos los días sumando números de cosas que ni siquiera conozco. Pero la rutina es tentadora, el precio de lucrar con la seguridad de un sueldo todos los meses, me viene amansando en ese suave y dominante letargo. Últimamente me invade un miedo innovador. Como cada tarde al salir del trabajo el reclamo se repite, y ya no entiendo a donde dirigir mi quejadumbroso destino que me tiene insatisfecho dentro de esa oficina.
Me digo, “Ya no quiero más esto”, ¿Pero que es lo que quiero? o ¿Para que? Si así estoy bien, “pero no!”. Sino no puedo preguntarme lo mismo día tras día, semana tras semana, ya me ganó durante 4 años esta duda que no trasmuta en el tiempo, me envejece y me enseña a tolerarla con esa ligera suavidad, casi imperceptible. Porque cuándo todo empezó, fue como una ayuda de mi viejo para poder seguir mis estudios de contador, para tener unos pesos, pero hoy ya abandoné la carrera, sin embargo sigo ahí dentro. ¿Por qué?, pensé que irme era traicionar a mi viejo en ese entonces, hoy aunque no lo vea de esa forma sigo ahí, es el conformismo, la seguridad, la certeza de poner el despertador, de llamar a Ana a la misma hora, del insomnio, de las repetidas anécdotas en el café, de ir a casa de mamá. El tener todo bajo control, ese triunfo del orden que impera como verdadero soberano. Hoy soy esclavo de ese anhelo de seguridad, que fue mi preocupación arcaica, y viene a encarcelarme con este miedo del que les hablo.
Esta tarde salí un poco más apurado, porque quería tomarme el colectivo para ir de Ana, a pasar la noche juntos. Hace rato no nos vemos, y cada vez que nos encontramos tengo la intuición de que ella espera la mejor forma de dar por concluida esta relación que se mantiene por el peso de una cobardía pertinaz en ambos, de eludir hipocresías, de volver a conformarnos, de aceptar esa puta seguridad, del escape más sencillo a la soledad, del miedo a los soliloquios posteriores de cuartos a oscuras, de sabanas tendidas. Es tan degradante, verla y adivinar un dejo de lástima, de irreverencia, y hasta de una suma irritación al verme como a un timorato, al que se le han acabado las expectativas, con ella, con el laburo, con todo. La cuestión es que la espera por esa decisión final crece. Decisión que jamás iba a venir de mi parte, y ella lo sabía, pero también sumida en un similar conformismo en el que seguimos hundiéndonos, buscaba la forma de huir de todo esto de una buena vez. Para ser sincero, de a poco me va importando menos la certeza de que ella conoció a otro y ni siquiera pierde el tiempo en darme esa estocada final, ya ni esa gloria de domingo de plaza de toros la alienta a acabarme. Al salir de la oficina pensé que esta espera era a causa ya no de su conformismo, o su cobardía, si no del rotundo desinterés. El pensamiento coincidió con recibir un frío mensaje al celular, en le que ella pedía que hoy no pasara por su casa, por problemas que ni perdió el tiempo en detallar. Quizás en otro momento la hubiera llamado enojado pidiendo explicaciones, con la angustia de perderla. Creo que finjo una aceptación, por todo ese miedo que me deja en una suerte de anestesia, de narices violáceas teñidas de acido prúsico. Me avergüenzo de esta aceptación que sigue venciéndome. Primero con la poca fuerza de valor, para encarar a mi viejo y desligarme de la oficina.
-Puta es mi viejo!, después de todo quiere lo mejor para mí, por eso me dio el trabajo, para ayudarme, para que crezca, ¿tan doloroso puede ser el crecimiento?, ya crecí.
No me explico por qué la incapacidad para alejarme de su designio, me provoque tal insatisfacción. La misma que no se detiene y sigue aumentando a sus espaldas.
Que se yo, el sentir este marcado rechazo de Ana, me incomoda, sé que ahora voy a terminar comiendo en casa de mi vieja, y durante el camino, no voy a poder dejar de pergeñar ecuaciones relacionadas a su vida, de que es lo que hace, en que piensa. Idear la manera de captar su interés nuevamente, de alejarme, de valerme de una ausencia, de que me piense y buscar una idealización tras esa distancia. O fingir una vida paralela a la relación, que me aventure a crear historias ficticias, de ribetes psicóticos, con el fin de de saberla alejada del eje de mi vacía existencia.
Cuando llegué a casa, mi vieja estaba cocinando y mi viejo en el escritorio leyendo. Iba a prender la tele y quedarme sentado iluminando un cuarto más de ese caserón, y así disimular el vacío enorme que hasta por medio de la casa podía adivinarse. Pero no, fui hasta la cocina y le pregunté a mi vieja cuanto faltaba para que la cena este lista. Como los ravioles iban a demorar no menos de una hora elegí salir a la calle de vuelta, para alimentar la rutina y regar mis pensamientos con las voces que circundan al rechazo de Ana, esa noche. Al caminar hasta la puerta lo vi en la mesita del living, brilloso, potente, dominante. El revolver que era de mi abuelo, y mi viejo lo incluía como un adorno más en el aparador de la entrada. Eso no puede ser un adorno, un objeto justiciero, que rige con el peso del orden. Ese orden que impera tras el horror, el miedo a su poder, a ese albedrío de decidir la vida de quien ose imponerse delante. Ese adminículo que nos regala ese carácter de Dios, de rey soberano, de negro verdugo, no puede ser un simple adorno que junto a demás souvenirs, rellene ese enclenque aparador olvidado del living.
No sabría el motivo por el cual decidí tomarlo, sentir su peso en mis manos, olerlo más de cerca, buscar aquellos rastros de pólvora que escribieron mudos e intangibles anecdotarios, callados como la escena posterior a uno de sus antiguos disparos. Jamás disparé, ni me han llamado la atención las armas, como para verme seducido por ella de este modo obsceno, pero a la vez me cubría de un espeso sosiego, el hecho de imaginar ese cuadro que se produce tras la ejecución de un disparo. La imagen de una calle empedrada, solitaria, perdida, de anacronismos, de dos hombres, un duelo, un estallido que como chicotazo lastima los tímpanos, y luego una sorda caída, el silencio más atroz, la muerte.
Aunque era una noche bastante calurosa agarré la campera que había colgado al entrar, y lo guardé en uno de los bolsillos interiores, y así salimos juntos a la calle.
En un principio, pensé que esa caminata nocturna vendría a soslayar aquellos lugares más recónditos de mi cabeza, donde vuelvo a sufrir la misma situación exasperante del laburo, a aquel facilismo que me impide lograr un cambio, o mi estúpida maleabilidad a las decisiones de Ana. Pero nada de esas cosas invadían mi mente ahora, luego de que me propuse llevar esto en mi campera. Al caminar un par de cuadras, me pregunté que hacía con eso encima, que razón me incitaba actuar de ese modo irracional, sabiendo que nadie anda armado por la ciudad.
-¿Y si se dispara sola?, no tengo la menor idea si esa cosa funciona, después de estar tanto tiempo como adorno de aparador.
Lo más vergonzoso sería salir herido, después de cometer la idiotez de estar con eso encima sin ningún motivo. O peor sería tener la poca fortuna de cruzarme con un oficial de la policía y sobrellevar esa inexplicable y sospechosa actitud, si es que me la encuentra entre mis ropas.
De todas formas me importaba poco, caminaba rápido y me sentía algo intranquilo, pero con la suerte de haber logrado la evasión de aquellos mismos y viejos pensamientos. Cuando llegué al Parque Avellaneda, decidí cruzarlo, sabiendo que es oscuro y peligroso. No me interesaba en verdad, llevaba conmigo un objeto de poder, la corona de la realeza, la cizaña del verdugo. En el medio del parque cruce a un joven de mi edad más o menos, que pasó por delante, dirigiéndose hacia la avenida Directorio, que es de donde yo venía. Después de haberme alejado unos 20 metros decidí frenarme en el sitio, y volverme para acompañarlo. Como un juego quizás, estudiar su comportamiento ante la presencia de un extraño. De un extraño que encima lo asecha en aquel lugar desolado propicio para alentar impunidades, y que brinda el amparo que un crimen necesita. Era cómico ver la manera en la que aceleró el paso al sentirme a sus espaldas. De igual forma le retruqué su jugada. Hasta supo trastabillar con algunas de las piedritas que rellenan el camino. Sentiría pavor el pobre, imaginaría lo peor seguro. Lo peor que estaba cerca de serlo, porque yo tenía el poder conmigo esa noche, tenía el poder que brinda ese objeto del orden, esa herramienta justiciera. Cuando me di cuenta ambos corríamos. Ya la broma me estaba exasperando al no tolerar su poca hombría para sortear esa situación.
-Si te van a robar acéptalo y punto, ¿Qué es eso de correr desesperado buscando una salida?.
Esa luz que sorprende a una cucaracha en las penumbras de una cocina, era la reacción de ese infeliz que corría delante de mí. Volvió a trastabillar con las piedras, solo que esta vez cayó de boca al suelo, y sin atinar a levantarse siquiera, me pidió que no le hiciera nada. Yo lo alcancé con una sonrisa dibujada, disimulando la carcajada tras ser testigo de su deplorable caída. Pero decidí llevar más allá esa broma que alimentaba mi locura, a ese “Yo” insano, cínico, trastornado, que salía de mis viseras y ya era dueño entero de mí ser. Creo que esa risa se transformó en irritación al instante de verlo implorarme de esa forma cobarde. Y clavándole la mirada en sus ojos, saque el arma de la campera, y le apunté sin decirle una palabra. Con su voz quebrada me repetía que me llevara todo lo que quisiese, pero que no le haga nada. Tembloroso se sacó el reloj y me acercó el celular, su billetera, tratando de complacerme de algún modo y acabar con esa pesadilla. Pero yo seguía mirándolo sin abrir la boca y apuntando a su cabeza. Pienso en lo que escribo y no me avergüenzo, él era la vergüenza esa noche, él era el que se replegaba hincado ante mi soberanía de amo poderoso, él decidía aceptar de aquella forma tan vil y denigrante la derrota anta la opresión, ante la decisión de alguien con mayor convicción, “Él” era yo. Y sin quitarle un momento la mirada de sus ojos veía un simple espejo sobre el camino de piedras del parque. En ese entonces mi deseo era verlo estallar, y que se levantara del suelo de manera estridente para irse sobre mí, para golpearme con toda la furia hasta romperme la nariz y verme sangrar la boca. Pero jamás ocurrió, allí estaba tendido, derrotado, aceptando su destino. Era inútil esperar su reacción, lo veía llorar indefenso. Yo deseaba más que nada esa reacción en él, porque quizás, si así hubiese ocurrido yo me habría salvado, su ira desatada vendría a contarme que existe una salida, que el hilo de Ariadna esta en mi mano, y solo me queda recogerlo para salir de esa obra infernal creada por Dédalo. Guardé el arma y corrí como un caballo desbocado para irme bien lejos, para desaparecer y alejarme de esa escena vergonzosa para ambos. Corrí como nunca, buscando alejarme de mí para siempre.
Victoria Ocampo.
Es esa sensación de cansancio mezclada con suciedad, de transpiración y nicotina pegada en la camisa, de nochecita húmeda a las 7 de la tarde, en el microcentro. No hay día de la semana, sin que salga del edificio de la calle Piedras, salude al seguridad de la puerta y me diga a mi mismo, “ya mi viejo no me necesita en el trabajo!”, yo no sirvo para estar todos los días sumando números de cosas que ni siquiera conozco. Pero la rutina es tentadora, el precio de lucrar con la seguridad de un sueldo todos los meses, me viene amansando en ese suave y dominante letargo. Últimamente me invade un miedo innovador. Como cada tarde al salir del trabajo el reclamo se repite, y ya no entiendo a donde dirigir mi quejadumbroso destino que me tiene insatisfecho dentro de esa oficina.
Me digo, “Ya no quiero más esto”, ¿Pero que es lo que quiero? o ¿Para que? Si así estoy bien, “pero no!”. Sino no puedo preguntarme lo mismo día tras día, semana tras semana, ya me ganó durante 4 años esta duda que no trasmuta en el tiempo, me envejece y me enseña a tolerarla con esa ligera suavidad, casi imperceptible. Porque cuándo todo empezó, fue como una ayuda de mi viejo para poder seguir mis estudios de contador, para tener unos pesos, pero hoy ya abandoné la carrera, sin embargo sigo ahí dentro. ¿Por qué?, pensé que irme era traicionar a mi viejo en ese entonces, hoy aunque no lo vea de esa forma sigo ahí, es el conformismo, la seguridad, la certeza de poner el despertador, de llamar a Ana a la misma hora, del insomnio, de las repetidas anécdotas en el café, de ir a casa de mamá. El tener todo bajo control, ese triunfo del orden que impera como verdadero soberano. Hoy soy esclavo de ese anhelo de seguridad, que fue mi preocupación arcaica, y viene a encarcelarme con este miedo del que les hablo.
Esta tarde salí un poco más apurado, porque quería tomarme el colectivo para ir de Ana, a pasar la noche juntos. Hace rato no nos vemos, y cada vez que nos encontramos tengo la intuición de que ella espera la mejor forma de dar por concluida esta relación que se mantiene por el peso de una cobardía pertinaz en ambos, de eludir hipocresías, de volver a conformarnos, de aceptar esa puta seguridad, del escape más sencillo a la soledad, del miedo a los soliloquios posteriores de cuartos a oscuras, de sabanas tendidas. Es tan degradante, verla y adivinar un dejo de lástima, de irreverencia, y hasta de una suma irritación al verme como a un timorato, al que se le han acabado las expectativas, con ella, con el laburo, con todo. La cuestión es que la espera por esa decisión final crece. Decisión que jamás iba a venir de mi parte, y ella lo sabía, pero también sumida en un similar conformismo en el que seguimos hundiéndonos, buscaba la forma de huir de todo esto de una buena vez. Para ser sincero, de a poco me va importando menos la certeza de que ella conoció a otro y ni siquiera pierde el tiempo en darme esa estocada final, ya ni esa gloria de domingo de plaza de toros la alienta a acabarme. Al salir de la oficina pensé que esta espera era a causa ya no de su conformismo, o su cobardía, si no del rotundo desinterés. El pensamiento coincidió con recibir un frío mensaje al celular, en le que ella pedía que hoy no pasara por su casa, por problemas que ni perdió el tiempo en detallar. Quizás en otro momento la hubiera llamado enojado pidiendo explicaciones, con la angustia de perderla. Creo que finjo una aceptación, por todo ese miedo que me deja en una suerte de anestesia, de narices violáceas teñidas de acido prúsico. Me avergüenzo de esta aceptación que sigue venciéndome. Primero con la poca fuerza de valor, para encarar a mi viejo y desligarme de la oficina.
-Puta es mi viejo!, después de todo quiere lo mejor para mí, por eso me dio el trabajo, para ayudarme, para que crezca, ¿tan doloroso puede ser el crecimiento?, ya crecí.
No me explico por qué la incapacidad para alejarme de su designio, me provoque tal insatisfacción. La misma que no se detiene y sigue aumentando a sus espaldas.
Que se yo, el sentir este marcado rechazo de Ana, me incomoda, sé que ahora voy a terminar comiendo en casa de mi vieja, y durante el camino, no voy a poder dejar de pergeñar ecuaciones relacionadas a su vida, de que es lo que hace, en que piensa. Idear la manera de captar su interés nuevamente, de alejarme, de valerme de una ausencia, de que me piense y buscar una idealización tras esa distancia. O fingir una vida paralela a la relación, que me aventure a crear historias ficticias, de ribetes psicóticos, con el fin de de saberla alejada del eje de mi vacía existencia.
Cuando llegué a casa, mi vieja estaba cocinando y mi viejo en el escritorio leyendo. Iba a prender la tele y quedarme sentado iluminando un cuarto más de ese caserón, y así disimular el vacío enorme que hasta por medio de la casa podía adivinarse. Pero no, fui hasta la cocina y le pregunté a mi vieja cuanto faltaba para que la cena este lista. Como los ravioles iban a demorar no menos de una hora elegí salir a la calle de vuelta, para alimentar la rutina y regar mis pensamientos con las voces que circundan al rechazo de Ana, esa noche. Al caminar hasta la puerta lo vi en la mesita del living, brilloso, potente, dominante. El revolver que era de mi abuelo, y mi viejo lo incluía como un adorno más en el aparador de la entrada. Eso no puede ser un adorno, un objeto justiciero, que rige con el peso del orden. Ese orden que impera tras el horror, el miedo a su poder, a ese albedrío de decidir la vida de quien ose imponerse delante. Ese adminículo que nos regala ese carácter de Dios, de rey soberano, de negro verdugo, no puede ser un simple adorno que junto a demás souvenirs, rellene ese enclenque aparador olvidado del living.
No sabría el motivo por el cual decidí tomarlo, sentir su peso en mis manos, olerlo más de cerca, buscar aquellos rastros de pólvora que escribieron mudos e intangibles anecdotarios, callados como la escena posterior a uno de sus antiguos disparos. Jamás disparé, ni me han llamado la atención las armas, como para verme seducido por ella de este modo obsceno, pero a la vez me cubría de un espeso sosiego, el hecho de imaginar ese cuadro que se produce tras la ejecución de un disparo. La imagen de una calle empedrada, solitaria, perdida, de anacronismos, de dos hombres, un duelo, un estallido que como chicotazo lastima los tímpanos, y luego una sorda caída, el silencio más atroz, la muerte.
Aunque era una noche bastante calurosa agarré la campera que había colgado al entrar, y lo guardé en uno de los bolsillos interiores, y así salimos juntos a la calle.
En un principio, pensé que esa caminata nocturna vendría a soslayar aquellos lugares más recónditos de mi cabeza, donde vuelvo a sufrir la misma situación exasperante del laburo, a aquel facilismo que me impide lograr un cambio, o mi estúpida maleabilidad a las decisiones de Ana. Pero nada de esas cosas invadían mi mente ahora, luego de que me propuse llevar esto en mi campera. Al caminar un par de cuadras, me pregunté que hacía con eso encima, que razón me incitaba actuar de ese modo irracional, sabiendo que nadie anda armado por la ciudad.
-¿Y si se dispara sola?, no tengo la menor idea si esa cosa funciona, después de estar tanto tiempo como adorno de aparador.
Lo más vergonzoso sería salir herido, después de cometer la idiotez de estar con eso encima sin ningún motivo. O peor sería tener la poca fortuna de cruzarme con un oficial de la policía y sobrellevar esa inexplicable y sospechosa actitud, si es que me la encuentra entre mis ropas.
De todas formas me importaba poco, caminaba rápido y me sentía algo intranquilo, pero con la suerte de haber logrado la evasión de aquellos mismos y viejos pensamientos. Cuando llegué al Parque Avellaneda, decidí cruzarlo, sabiendo que es oscuro y peligroso. No me interesaba en verdad, llevaba conmigo un objeto de poder, la corona de la realeza, la cizaña del verdugo. En el medio del parque cruce a un joven de mi edad más o menos, que pasó por delante, dirigiéndose hacia la avenida Directorio, que es de donde yo venía. Después de haberme alejado unos 20 metros decidí frenarme en el sitio, y volverme para acompañarlo. Como un juego quizás, estudiar su comportamiento ante la presencia de un extraño. De un extraño que encima lo asecha en aquel lugar desolado propicio para alentar impunidades, y que brinda el amparo que un crimen necesita. Era cómico ver la manera en la que aceleró el paso al sentirme a sus espaldas. De igual forma le retruqué su jugada. Hasta supo trastabillar con algunas de las piedritas que rellenan el camino. Sentiría pavor el pobre, imaginaría lo peor seguro. Lo peor que estaba cerca de serlo, porque yo tenía el poder conmigo esa noche, tenía el poder que brinda ese objeto del orden, esa herramienta justiciera. Cuando me di cuenta ambos corríamos. Ya la broma me estaba exasperando al no tolerar su poca hombría para sortear esa situación.
-Si te van a robar acéptalo y punto, ¿Qué es eso de correr desesperado buscando una salida?.
Esa luz que sorprende a una cucaracha en las penumbras de una cocina, era la reacción de ese infeliz que corría delante de mí. Volvió a trastabillar con las piedras, solo que esta vez cayó de boca al suelo, y sin atinar a levantarse siquiera, me pidió que no le hiciera nada. Yo lo alcancé con una sonrisa dibujada, disimulando la carcajada tras ser testigo de su deplorable caída. Pero decidí llevar más allá esa broma que alimentaba mi locura, a ese “Yo” insano, cínico, trastornado, que salía de mis viseras y ya era dueño entero de mí ser. Creo que esa risa se transformó en irritación al instante de verlo implorarme de esa forma cobarde. Y clavándole la mirada en sus ojos, saque el arma de la campera, y le apunté sin decirle una palabra. Con su voz quebrada me repetía que me llevara todo lo que quisiese, pero que no le haga nada. Tembloroso se sacó el reloj y me acercó el celular, su billetera, tratando de complacerme de algún modo y acabar con esa pesadilla. Pero yo seguía mirándolo sin abrir la boca y apuntando a su cabeza. Pienso en lo que escribo y no me avergüenzo, él era la vergüenza esa noche, él era el que se replegaba hincado ante mi soberanía de amo poderoso, él decidía aceptar de aquella forma tan vil y denigrante la derrota anta la opresión, ante la decisión de alguien con mayor convicción, “Él” era yo. Y sin quitarle un momento la mirada de sus ojos veía un simple espejo sobre el camino de piedras del parque. En ese entonces mi deseo era verlo estallar, y que se levantara del suelo de manera estridente para irse sobre mí, para golpearme con toda la furia hasta romperme la nariz y verme sangrar la boca. Pero jamás ocurrió, allí estaba tendido, derrotado, aceptando su destino. Era inútil esperar su reacción, lo veía llorar indefenso. Yo deseaba más que nada esa reacción en él, porque quizás, si así hubiese ocurrido yo me habría salvado, su ira desatada vendría a contarme que existe una salida, que el hilo de Ariadna esta en mi mano, y solo me queda recogerlo para salir de esa obra infernal creada por Dédalo. Guardé el arma y corrí como un caballo desbocado para irme bien lejos, para desaparecer y alejarme de esa escena vergonzosa para ambos. Corrí como nunca, buscando alejarme de mí para siempre.